Las cifras de la pandemia son abrumadoras, como las dudas de un masivo subregistro. Los intentos de algunos gobiernos por acallar el conteo y las estadísticas desnudan sistemas de salud frágiles.
Un término se ha vuelto común desde que el nuevo coronavirus comenzó a hacer parte de la realidad americana: “muertes flotantes”. Se trata de los fallecimientos de personas con COVID-19 que son registrados bajo “neumonía atípica”, una suerte de eufemismo médico que se anota en las actas de defunción y que evita que ese caso aparezca en las estadísticas oficiales de la pandemia. Se ha vuelto común, en parte, porque los gobiernos del continente enfrentan dos problemas estructurales por el desbordamiento del virus: el primero, la crisis y el colapso de sus sistemas de salud públicos, y el segundo, de orden político, porque temen perder legitimidad y control frente a sus gobernados.
Las cifras son abrumadoras: de Canadá a Argentina, según los datos proporcionados por los gobiernos locales, hay alrededor de 300.000 muertes por covid-19. Solo los Estados Unidos ya supera la cifra de muertos en combate o por infecciones durante los cuatro años que duró la Primera Guerra Mundial hace un siglo. Al momento de publicación de esta historia , parte del especial #HuellasDeLaPandemia , realizado de manera colectiva por periodistas Miembros de CONNECTAS, eran más de siete millones los contagiados en el continente, una cifra mayor a toda la población de un país como Panamá, El Salvador, Nicaragua, Paraguay o Puerto Rico. Hoy América es el epicentro de la pandemia.
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Rebasados en su capacidad para llevar el registro del avance del nuevo coronavirus, los sistemas de salud de toda la región han reconocido que sus naciones tienen más enfermos y fallecidos de los que han sido capaces de identificar. A través de distintos medios, los especialistas coinciden con el mismo diagnóstico: conoceremos las cifras reales sobre el coronavirus apenas en 2021.
El caso más relevante que hizo sospechar sobre las dimensiones reales de las cifras fue el de los Estados Unidos. El 11 de abril reportó 20,071 fallecimientos y se convirtió en el país con más muertos por COVID-19 en el mundo. Antes de que terminara el mes llegaron los primeros cuestionamientos a esas cifras.
De acuerdo con investigaciones periodísticas publicadas en ese país, entre marzo y abril de 2020 se disparó la mortalidad total en los estados más golpeados por el virus, en comparación con el mismo periodo de los cinco años anteriores. Según The New York Times, al 11 de abril, en Nueva York, Michigan, Illinois, Nueva Jersey, Maryland y Colorado la mortalidad creció casi al 50%, es decir, hubo 9,000 muertes más de las que se reportaron por COVID-19. Para la segunda semana de julio, la tasa de mortalidad estaba en 4.2%.
USA Todaycalculó que, en todo el país, fallecieron 16,785 personas más que el promedio histórico del periodo. Los expertos citados en el reportaje señalaron que, si bien los casos no confirmados por la pandemia podrían explicar el alza en las tendencias de mortalidad, el fenómeno también podría deberse al retraso en los reportes estatales de muertes o al incremento de mortalidad por padecimientos comunes, consecuencia del miedo de los pacientes a acudir a hospitales en medio de la pandemia. “Los científicos dicen que el retraso es común en cualquier enfermedad infecciosa y más aún en patógenos desconocidos como el nuevo coronavirus”, indicó la publicación.
Algo similar ocurrió en México. Entre el 8 y el 18 de mayo, los diarios norteamericanos The Wall Street Journal y The New York Times y la organización Mexicanos Contra la Corrupción publicaron reportajes en los que, a través de distintas metodologías, detectaron que solo en la Ciudad de México, foco de la epidemia en la nación, habría hasta tres veces más muertes de las oficialmente registradas. Hugo López-Gatell Ramírez, zar del coronavirus en ese país, y José Luis Alomía, director general de Epidemiología, reconocieron que los conteos oficiales excluyen los casos asintomáticos, así como a los positivos reportados por laboratorios privados porque no existe manera de saber si desarrollaron síntomas o si también fueron testeados en alguna institución de salud, y pudieran duplicarse. López-Gatell también ha reconocido que es posible un subregistro de fallecimientos porque hay personas que mueren en sus casas o antes de que se les pueda tomar una muestra.
En otras palabras y tal como dijo Tim Riffe, demógrafo en el Instituto Max Planck de Investigación Demográfica de Alemania, cualquier número que se informe va a ser una gran subestimación, pues en la mayoría de los casos el sesgo responde a que se toma en cuenta exclusivamente a los fallecidos dentro de los hospitales.
Sin embargo, a pesar del mea culpa de algunos funcionarios de la región, no se puede desconocer la manera relajada como algunos gobernantes han actuado frente a la pandemia. Esto ha impulsado cierta incredulidad entre la población que, como en el caso mexicano, tiene enfermedades adicionales que aumentan las probabilidades de morir por el virus, según dijo a El País, Raúl Pérez, infectólogo mexicano. El 12% de la población adulta tiene diabetes, el 35% hipertensión arterial y el 70% sobrepeso y obesidad. Las directrices del presidente Manuel López Obrador han oscilado entre recomendarle a la gente que se abrace y visite los restaurantes hasta declarar la emergencia sanitaria en todo el país, pero nunca ha decretado la cuarentena obligatoria. A pesar de que los hoteles cerraron algunos días, durante la semana en que reabrieron en Cancún, por ejemplo, México reportaba el segundo mayor número de muertes por coronavirus en América Latina, más de 15,000. Al 20 de julio el país tenía más 349,000 casos de contagios y más de 39,000 muertes.
Esta manera relajada y oscilante se replica en el sur del continente. Brasil es el segundo país con más casos y muertes por la COVID-19 en el mundo. Su presidente, Jair Bolsonaro, a quien hace un par de semanas le confirmaron que tenía coronavirus, ha negado en diferentes ocasiones la existencia del mismo. Hasta el 20 de julio, esa nación reportaba dos millones de casos positivos y 79,488 fallecidos, con un crecimiento que rápidamente desbancará las cifras de horror que tuvieron los países europeos. Desde mediados de mayo, distintas regiones reportaron alzas o repuntes en el ritmo de contagios y muertes, que desbordaron hospitales y cementerios.
Guayaquil, la segunda ciudad en importancia de Ecuador, es quizás uno de los lugares en la región que ilustra con mayor dramatismo los desajustes de este macabro contador. En el momento más crítico en los meses de marzo y abril, los reportes oficiales daban cuenta de 1,187 decesos confirmados o sospechosos de ser causados por la COVID-19. Sin embargo las actas de defunción emitidas en el mismo periodo superaron las 10,000 muertes en toda la provincia de Guayas según el Registro Civil. Una cifra que se compadece más con lo que vivieron sus habitantes con cuerpos y féretros en las calles, y sepultureros que no daban abasto para cavar fosas comunes, buscando evitar un nuevo problema sanitario con la exposición de los cuerpos en descomposición. Gremios como el Colegio Médico del Guayas aseguraban que el exceso de fallecimientos se debía al COVID-19.
Una de las consecuencias directas de las cifras no reveladas es el mensaje para millones de habitantes que minimizan la gravedad de la epidemia. Se está subestimando por mucho la magnitud de la epidemia.
Si bien hay consenso en que los datos esperados en una pandemia están lejos de ser perfectos, incluir el número de muertos probables por COVID-19 ayudaría a obtener una radiografía de la crisis sanitaria.
La desesperación de los ecuatorianos tratando de identificar los cadáveres de sus parientes en las morgues es una imagen del día a día.
En abril pasado, familias en Guayaquil esperaban más de una semana para que les fueran entregados los cuerpos de fallecidos por COVID-19. El caos en el manejo de cadáveres se evidencia en las cifras oficiales de la Defensoría del Pueblo local que apoya la búsqueda de más de 218 que no aparecen. La negligencia del manejo de los cuerpos en descomposición en contenedores, incluso ha promovido la corrupción. Hay denuncias según las cuales personas inescrupulosas cobran hasta 1,500 dólares por hacer las búsquedas de los familiares en las pilas de restos.
Los familiares de Alba Maruri de 74 años, en este puerto en el Pacífico, cremaron las cenizas de otro, lloraron su muerte, pero ella estaba viva. Despertó luego de estar 15 días en coma en el Hospital de Guayaquil, aunque su fallecimiento había sido notificado el pasado 27 de marzo, por complicaciones respiratorias luego de presentar síntomas de COVID-19. El caos provocado por la pandemia causó que el hospital confundiera los nombres y que por miedo al contagio, sus seres queridos no puedieran ver al cadáver de cerca. Así, procedieron a cremar a quien pensaban era su tía.
Al recobrar la conciencia, Maruri dio su nombre a los médicos y el número de teléfono de su residencia. "Los doctores fueron a la casa de mi tía a corroborar e informar del error", señaló su sobrino, Juan Carlos Ramírez en redes sociales. Agregó que "aún no saben de quién son las cenizas que están en casa".
Al menos, sus familiares tienen el consuelo de tenerla de vuelta. No fue el caso de la madre de William Armijos, quien falleció con síntomas de COVID-19 el pasado 29 de marzo. Luego de contratar los servicios exequiales del Seguro Social para que cremaran los restos y de pagar 800 dólares, Armijos recibió el cofre con sus cenizas. Pero la certeza de tener a su progenitora en casa duró poco. El nombre de su mamá aparecía en el portal que el Gobierno habilitó para localizar los cementerios en donde descansan quienes han fallecido durante la pandemia.
Se contactó con la funeraria para exigir respuestas, pero le aseguraron que las cenizas eran de su mamá y que la página del Gobierno cometía un error. El hecho fue denunciado en Fiscalía, y fue entonces cuando recibió una llamada del personal de la funeraria indicando que, efectivamente, el cuerpo de su madre aún seguía en uno de los contenedores que funcionan como morgue móvil del centro hospitalario.
El desorden en los sistemas de salud no es un asunto exclusivo de los países latinos. La cifra de fallecidos en Nueva York, por ejemplo, llegó a sobrepasar las expectativas para el tratamiento mortuorio y los protocolos de salubridad. A finales de abril, el Departamento de Policía recibió la llamada de vecinos de Brooklyn quejándose por el mal olor que provenía de camiones frente a una funeraria. Las autoridades se percataron de la existencia de decenas de cadáveres amontonados en camiones que no contaban con sistema de refrigeración.
Para ese mes, en la isla de Hart, al este del Bronx, se enterraban hasta 25 cadáveres por día en fosas comunes en terrenos que normalmente son usados para sepultar cuerpos sin reclamar y que no pasaban de un promedio de 25 por semana. Permanecen imborrables las imágenes de retroexcavadoras cubriendo con tierra los ataúdes de madera apilados uno al lado del otro.
De la cosmopolita ciudad viajó Alcides Sandoval Krust, importante empresario de las telecomunicaciones en Bolivia. Su caso expone cómo en Latinoamérica, la muerte tiene además rostro de burocracia, y no distingue clase social.
La noche del 29 de marzo, el personal del hospital privado al que habían recurrido días antes para la atención en la Unidad de Terapia Intensiva, informó a la familia que habían recibido instrucciones del Ministerio de Salud para que Alcides fuera trasladado de inmediato al Hospital de La Portada de la ciudad de La Paz porque hasta ese momento, era el único lugar autorizado para la atención a pacientes positivos con coronavirus.
Entonces la fatal peregrinación comenzó. La ambulancia del sistema público de salud que llegó para trasladar a Alcides hasta La Portada no tenía camilla, según denuncian los familiares. Cada minuto era valioso y el cuadro severo de neumonía multisegmentaria por COVID-19 e insuficiencia respiratoria hipoxemia (bajo nivel de oxígeno en la sangre), diagnosticado por los médicos, se agravaba con cada pequeño movimiento. Cuando finalmente llegaron al hospital municipal, les informaron que no tenían tomógrafo, ni especialistas en terapia intensiva y que tampoco tenían un respirador. La búsqueda por hallar un respirador y un intensivista corrió por cuenta de la familia, que, a pesar de su posición económica, no lograba resolver la urgencia. En un comunicado enviado para este reportaje, indican que varias clínicas privadas les dijeron que todos sus respiradores estaban ocupados y que no tenían espacio en sus UTI, información que no era cierta, según la familia. Así transcurría la noche y siguiendo el protocolo del Ministerio de Salud, trasladaron a Alcides al Hospital del Norte de la ciudad de El Alto. Murió en el trayecto. Alcides Sandóval se enfrentó a dos cosas: al sistema de salud boliviano y al coronavirus. Todavía no se sabe con certeza cuál de los dos fue el verdugo.
Tapar el sol con los dedos
Algunos gobiernos están ocultando intencionalmente las cifras. El pasado 29 de junio, en una entrevista para NPR , la científica Rebekah Jones, experta en ciencia de datos, dijo que los científicos fueron presionados en La Florida para que arreglaran los números y el Gobierno pudiera reabrir el comercio. Rebekah fue despedida en mayo del Departamento de Salud de la Florida por rehusarse a manipular estadísticas.
Uno de los casos más críticos de desconfianza de la manipulación de las cifras es el de Nicaragua. Durante semanas, al igual que sucedió con López Obrador en México y Bolsonaro en Brasil, el presidente, Daniel Ortega, no hizo nada para proteger el país y, aun así, las cifras de contagios y muertes eran bajísimas. Hace tan solo mes y medio el Gobierno reconoció 25 personas infectadas y 10 muertos en todo el país. “Al minimizar el peligro de la pandemia y aumentar el riesgo de transmisión comunitaria en el segundo país más pobre del hemisferio occidental, el gobierno nicaragüense está violando los Derechos Humanos de sus ciudadanos”, dijo en abril un comunicado de la revista científica The Lancet .
“Neumonía atípica grave”, dice en el acta de defunción del periodista Gustavo Bermúdez, radialista de 65 años que murió el pasado 26 de mayo con síntomas de coronavirus y cuyo caso retrata la crisis por la pandemia en Nicaragua. El doctor que atendió el caso confesó ante la familia del periodista que no podía poner en el acta la causa real de la muerte, pese a que el resultado de la prueba del virus salió positivo. “No puedo poner eso, está prohibido”, fueron sus palabras.
“Nicaragua solo tiene 160 ventiladores y el 80% de ellos están actualmente en uso. Si la alta dirección del Gobierno continúa ignorando los llamados a realizar esfuerzos de mitigación, la frágil infraestructura de salud pública podría colapsar bajo la presión de una infección generalizada”, remataba el comunicado. La reacción del gobierno Ortega fue tan desconcertante, que llegó a perseguir a quienes promovían el uso de tapabocas, bajo el argumento que eso generaba pánico en la ciudadanía.
El coronavirus también está sirviendo de espejo para la paupérrima calidad del servicio hospitalario de la región. Un caso revelador sucedió hace pocos días en Bolivia. Un video que circuló por Facebook mostraba el cuerpo de un hombre tirado entre la fría acera de cemento de la calle y la puerta de ingreso del Hospital Municipal de Cotahuma en La Paz. Inmediatamente después, su sobrina se arrodillaba para frotarle la mano, mientras otra acompañante intentaba darle aire abanicando una revista sobre el rostro del enfermo. Se escuchan gritos y la gente apuraba su paso como tratando de evitar ver la escena. Después de algunos minutos se presentó una persona con traje de bioseguridad blanco para ver lo que ocurría; intentó hacerlo reaccionar y no lo logró. Después, del hospital salió un grupo de enfermeros con una camilla y con mucho esfuerzo lo subieron y le hicieron maniobras de resucitación. Se veía a la familia gritar mientras el personal médico lo trasladaba al interior a toda prisa.
“Dos días antes, llevamos a mi tío a una clínica privada del sur de la ciudad porque se sentía mal y nos dijeron que no tenía nada, solo le recetaron un jarabe (…) tenía fiebre y le dolía el estómago”, dijo la sobrina a periodistas de este reportaje. En ningún momento le pidieron que debía someterse a la prueba del coronavirus pese a la sintomatología. “Nosotros hubiéramos pagado, no había problema de eso”, dijo. Durante tres horas, ella, su abuela y su tío buscaron ayuda médica. Con mucho esfuerzo llegaron hasta el Hospital de La Portada, el centro municipal autorizado para atender los casos de coronavirus, pero les negaron la atención porque argumentaron que solo recibían casos positivos y que el lugar ya estaba lleno, que lo mejor era llevarlo al Hospital de Cotahuma. Así lo hicieron y cuando ingresaron les dijeron que ahí no estaban autorizados para atender a ese tipo de sintomatologías, que lo lleven a otro lugar. Con las esperanzas colgando de un hilo salieron del hospital y justamente entre la reja de ingreso y la acera de cemento de la calle, se desplomó ante los gritos de su sobrina.
“Ya pasó más de una semana y no nos dijeron si mi tío tenía el virus, en la radio escuché que sí dio positivo pero a nosotros no nos llamaron”, dijo Jessica. La familia ya tiene entre sus manos el certificado de defunción y dice que la causa de la muerte fue por paro respiratorio. Luego de entregarles este documento, el cuerpo de su tío recién fue sometido a la prueba del virus. “No esperaron a confirmar o a descartar esto, solo nos dieron el certificado así”, continuó con su relato. Al cierre de este reportaje, los siete miembros de esta familia dieron positivos para coronavirus.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el continente recién avanza en el camino de llegar al primer pico del número de contagios y muertes. Desde ya, aseguran, se avisora una segunda fase que podría ser aún más horrorosa en términos de cifras y calamidad. Como declaró a varios medios Michael Ryan, director de Emergencias de la OMS: el virus SARS-CoV-2 no actúa solo, se apoya en la mala vigilancia. “Explota los sistemas de salud débiles. El virus explota el mal gobierno. El virus explota la falta de educación, la falta de empoderamiento de las comunidades. Estas son las cosas que tenemos que abordar”, dijo Ryan.
Como si no bastara la crueldad de los números y las imágenes que circulan en redes de una sociedad avasallada por el virus, lo que se viene para el segundo semestre de 2020 ahondará aún más la crisis sanitaria y pondrá al hemisferio frente a un espejo más grande que refleja la cruda realidad de los países.
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