Era 1992. La Unión Soviética recién había colapsado. La democracia liberal había triunfado sobre la “dictadura comunista”. El capitalismo había derrotado al socialismo. La Guerra Fría había terminado. Occidente —con todo y su ideario y sus valores— había salido victorioso.
Rusia, Ucrania y el fin de la historia
Arrogante y jubiloso, Francis Fukuyama declaraba el fin de la historia: en adelante, vendrían la paz, el progreso, el desarrollo y la expansión de derechos y las libertades en todo el mundo. Todo era esperanza y optimismo.
Pronto sobrevinieron la Guerra de los Balcanes, el genocidio de Ruanda y muchos otros conflictos y golpes de Estado en África, América Latina y Medio Oriente. Al mismo tiempo, diversas regiones del mundo experimentaron un ritmo vertiginoso de crecimiento económico, muchos países se democratizaron, la globalización alcanzó niveles inusitados y el libre comercio se hizo norma en casi todo el mundo.
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Las élites políticas, económicas, mediáticas y académicas de Occidente decidieron prestar atención a la segunda parte y dejar en un plano secundario a la primera. El optimismo, cobijado por la llegada del nuevo milenio, seguía vigente. Con la expansión de los principios liberales y la globalización, pronto los genocidios y los conflictos armados serían cosa del pasado. Sólo era cuestión de tiempo.
Luego vinieron las guerras de Afganistán e Irak, supuestamente peleadas en nombre de la libertad. Eso, en sí mismo, demostraba que, como toda corriente ideológica, el liberalismo tenía contradicciones y sus principios podían emplearse de manera hipócrita y acomodaticia. Sin embargo, el optimismo teleológico continuó: por fin, la democracia y los derechos humanos llegarían a Medio Oriente.
Después llegó la crisis de 2008, que se extendió más de un lustro y puso de relieve que la libertad total, la desregulación a ultranza, la completa impotencia del Estado frente a los grandes capitales no era una buena idea. Así, el sistema económico neoliberal parecía tambalearse.
Había fieros debates sobre su caída o continuidad. Al final, el neoliberalismo triunfó, aunque con algunas grietas: si bien la credibilidad del liberalismo económico quedó mancillada, la legitimidad de la democracia seguía vigente.
Entre 2010 y 2012 estalló la famosa Primavera Árabe. Ahora sí, parecía que la democracia encontraría una nueva tierra para hacerse fértil: Medio Oriente. Estados Unidos y Europa occidental observaban expectantes los acontecimientos y apoyaban los movimientos democratizadores.
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El desenlace fue desalentador: la democracia se asentó en algunos territorios, pero otros países fueron escenarios de sanguinarios conflictos (algunos de los cuales se extienden hasta el día de hoy) y en otros más se implantaron o endurecieron regímenes islamistas o militares. ¿Y si la democracia no era universal?, se preguntó más de uno.
En los años posteriores, distintos movimientos, partidos y políticos populistas triunfaron en una gran cantidad de países en donde la democracia parecía haberse asentado. Por supuesto, los casos más sonados fueron el brexit en el Reino Unido y la victoria de Donald Trump en Estados Unidos, ambos ocurridos en 2016, pero hay muchos otros ejemplos.
Es una ola populista global, decretaron algunos liberales. Es el desencanto ciudadano con la democracia, precisaron otros. La desigualdad es la raíz de todo esto, arguyeron otros más. Es la democracia haciendo implosión, destruyéndose desde adentro, argumentaron también.
Todos tenían algo de razón. Los diagnósticos eran certeros, agudos, racionales. Y, sin embargo, todos ellos estaban marcados por cierta nostalgia y cierto temor: nostalgia de lo que estaba terminando —una época de supuesto auge y expansión de la democracia liberal— y temor de lo que venía en el futuro —el fin de una era—.
Al mismo tiempo, había un dejo de esperanza en estos análisis: la gran virtud de la democracia es que tiene las herramientas para curarse así misma; luego de algunos años de populismo, los ciudadanos sabrán lo que perdieron y las urnas volverán a traer a políticos institucionales; esto nos enseñará a valorar la democracia. El triunfo de Joe Biden en 2020 avivó esa llama de esperanza.
En los meses posteriores, la inoperancia del gobierno de Biden, su incapacidad para cohesionar a su propio partido y, más ampliamente, la torpe respuesta del mundo occidental frente a la pandemia apaciguaron esas esperanzas, pero no las extinguieron del todo.
Hoy, tras la invasión rusa a Ucrania, leo varios ensayos y editoriales en medios liberales por excelencia —The Atlantic, The Guardian, El País, The New York Times— que son más melancólicos que esperanzadores. Con algunas variaciones, el argumento de estos escritos es que las acciones de Putin exhibieron la incapacidad del mundo occidental para frenar a un dictador expansionista, mostraron la debilidad del orden internacional liberal y develaron la impotencia de las democracias frente a los autoritarismos. Esta desesperanza se ve potenciada por el miedo de las élites liberales a China.
Quizá sea momento de que nos quitemos la venda de los ojos y admitamos que la historia no acabó con el fin de la Guerra Fría y el épico triunfo de Occidente sobre el bloque socialista: las guerras, la violencia y el expansionismo siguen vigentes. Ya es hora de que quienes creemos en la democracia abandonemos su defensa basada en una presunta superioridad moral y en el lugar común: “no hemos encontrado otro sistema mejor de gobierno”.
La nostalgia y la idealización del legado de la era de la ampliación de la democracia y el libre mercado nublan nuestra comprensión del presente. La repetición de los viejos dogmas liberales —estáticos, binarios y apolillados— no sirven para entender una realidad tan compleja como cambiante.
La historia no finalizó. Más bien, sigue su curso. Si no entendemos esto, no comprenderemos nuestro presente y seremos incapaces de evitar que la invasión a Ucrania se convierta en una tragedia humanitaria o, peor aún, que esta clase de atrocidades se repitan. La “superioridad moral e histórica” del liberalismo, por sí misma, no es suficiente.
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Notas del editor:
Jacques Coste (Twitter: @jacquescoste94) es historiador y autor del libro Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica, que se publicará en la primavera de 2022, bajo el sello editorial del Instituto Mora y Tirant Lo Blanch. También realiza actividades de consultoría en materia de análisis político.
Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.