Nunca en la historia de Estados Unidos un presidente ha tenido que abandonar el cargo como resultado de un juicio político. Nunca. Richard Nixon renunció antes de que la Cámara de Representantes pudiera votar para imputarlo (1974). Andrew Johnson (1868) y Bill Clinton (1998) fueron acusados, pero al no reunirse en el Senado los votos necesarios para destituirlos ambos lograron sobrevivir en la presidencia y terminar sus respectivos periodos. Todo indica que Donald Trump correrá con la misma suerte.
El 18 de diciembre la Cámara de Representantes, compuesta por 232 demócratas y 197 republicanos, le imputó a Trump las acusaciones de abuso de poder y obstrucción al Congreso. Los votos, tal y como argumentaba Hamilton, se distribuyeron conforme a la correlación de fuerzas: todos los republicanos votaron en contra y casi todos los demócratas a favor (excepto dos respecto a la primera acusación y tres respecto a la segunda). El 31 de enero el Senado, compuesto por 53 republicanos y 45 demócratas, votó también conforme a las identidades partidistas (salvo por un par de republicanos rebeldes), y resolvió llevar a cabo una suerte de juicio exprés sin declaraciones de testigos ni admisión de nuevas pruebas. Esa votación anticipa que este próximo miércoles el desenlace del proceso será favorable para Trump.
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No hay sorpresas. La mayoría demócrata se hizo valer en la Cámara de Representantes; la republicana hará lo propio en el Senado. El objetivo de iniciarle un juicio político a Trump no podía ser destituirlo porque los demócratas nunca tuvieron los votos para hacerlo, y era francamente imposible que veinte senadores republicanos se “voltearan” contra su propio presidente para lograr la mayoría de dos tercios necesaria para removerlo del cargo.