Sondland, un acaudalado empresario hotelero, recibió el nombramiento como embajador solo después de donar un dineral a la campaña de Trump. Al principio debe haber estado feliz de pasar un buen tiempo en Europa. Después, no tanto. Sin ninguna experiencia diplomática relevante, Sondland de pronto se encontró en el centro del mayor escándalo político de los últimos años en Estados Unidos.
Como embajador, Sondland fue parte de la polémica negociación entre el gobierno estadounidense y el ucraniano para exigir que el presidente ucraniano Zelenski reabriera públicamente un proceso de investigación sobre el papel de Hunter Biden, hijo del exvicepresidente Joe Biden, principal rival de Trump rumbo a la elección del año que viene, en una empresa local. A cambio, Trump y su equipo liberarían un paquete de ayuda militar por más de 400 millones de dólares.
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Este quid pro quo, a todas luces incorrecto, inmoral y posiblemente criminal, ha puesto a Trump al borde del que sería solo el tercer juicio de destitución contra un presidente en la historia de Estados Unidos. Durante semanas, Sondland ofreció vaguedades sobre lo que había vivido, negándose a calificar como un quid pro quo lo que evidentemente se planteó como una transacción. Todo cambió el miércoles, cuando Sondland, cara a cara con el juicio de la historia, decidió quemar la casa: confirmó que el trato entre la Casa Blanca y los ucranianos había en efecto supuesto un quid pro quo e implicó en la trama a prácticamente todo el círculo cercano a Trump, desde el Secretario de Estado Pompeo hasta el vicepresidente Pence.