La consulta popular impulsada por el presidente de la República ha sido parte de la bandera que su movimiento ha enarbolado a favor de la lucha contra la corrupción y la impunidad. El 21 de noviembre de 2018, el entonces presidente electo, mencionó por primera vez su intención de utilizar esta forma de democracia participativa para enjuiciar a los expresidentes que hubieran cometido actos delictivos.
Mucha tinta ha corrido desde entonces. Sin embargo, el debate político, jurídico y constitucional desatado ante la innecesaria y electorera propuesta, fue zanjado el pasado 1 de octubre por la también muy controvertida resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación cuando, por diferencia de un voto, declaró la constitucionalidad de la consulta -aunque reformuló la pregunta.
Así, con base en el artículo 35 de la Carta Magna, la organización de la consulta popular a realizarse el 1 de agosto de 2021 se convirtió en un mandato constitucional para el Instituto Nacional Electoral (INE). Por ello, el mismo día en que se publicó la convocatoria de consulta popular, el INE solicitó una ampliación presupuestal de $1,499,392,669.67.
El INE se propuso realizar un ejercicio apegado a los principios rectores de la función electoral. ¿La meta?, hacer viable operativa y logísticamente la organización de la consulta a lo largo y ancho del país apenas dos meses después de la jornada electoral de 2021, en un contexto de austeridad financiera y emergencia sanitaria.
El modelo operativo seguía muchas de las directrices utilizadas en la organización de elecciones extraordinarias. Las elecciones federal y locales del 6 de junio servirían de base para la toma de insumos como materiales, sistemas informáticos, capacitadores, personal, etc. Estas medidas, por ejemplo, posibilitaban que el INE requiriera seis veces menos de lo que necesitaría en un proceso electoral ordinario para el proceso de capacitación electoral.
No se trataba de un ejercicio sin garantías o improvisado. La experiencia acumulada en la realización de elecciones libres y auténticas permitió crear una propuesta basada en los principios que debe regir cualquier ejercicio encaminado a escuchar la voz de la ciudadanía y, al mismo tiempo, racionalizar al máximo los recursos económicos.
La respuesta al INE en el Presupuesto de Egresos de la Federación, además del recorte por 870 millones de pesos a su operación –de cara a las elecciones más grandes y complicadas que se han tenido en este país– fue el silencio. Nada. Ni un centavo. Vaya, ni una mención en el documento a la (muy impulsada mediáticamente) consulta popular.
La democracia no tiene precio, pero cuesta.
Cuesta garantizar la máxima “una persona, un voto”, producir un listado nominal avalado por los partidos o usar líquido indeleble. Cuesta habilitar las mesas con materiales que garanticen la secrecía del voto y con documentación que asegure la inviolabilidad de sus opiniones. Y también cuesta habilitar sistemas para dar seguimiento a los incidentes que sucedan en las ciudades, campos y rancherías el día del ejercicio, así como los que se requieren para tener resultados ciertos y confiables la misma noche de la consulta.
El presupuesto es el instrumento en que el gobierno revela sus verdaderas prioridades. Desfondar a las instituciones las debilita. No haber asignado recursos a la consulta popular –aunque después se encuentre alguna solución– descubre el desprecio que se le tiene a la democracia participativa. Pero a la verdadera. A la que cumple con los mecanismos de seguridad y se apega a los principios rectores de la función electoral.
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Notas:
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Nota del editor:
Farah Munayer. Maestra en Administración Pública Internacional por Sciences Po. Asesora del Consejo General del Instituto Nacional Electoral.
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