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Examen de conciencia

En medio de esta doble emergencia, sanitaria y económica, a la conversación pública le está haciendo falta tener más capacidad autoreflexiva.
mar 12 mayo 2020 06:30 PM
Discusiones.
Las discusiones políticas se han enfatizado en paralelo al confinamiento.

¿Cuáles son los límites éticos de la afinidad o la aversión por una causa? ¿En qué momento la militancia política, a favor o en contra de lo que sea, se convierte en una excusa aceptable para la deshonestidad intelectual? ¿Cómo es que las personas de pronto pueden volverse tan ciegas, o al menos tan mudas, respecto a los errores del bando con el que simpatizan o a los aciertos del bando opuesto? ¿Por qué están dispuestas a tolerarle al grupo con el que se identifican, o al liderazgo que apoyan, cosas que les resultarían decididamente intolerables en cualquier otro grupo o liderazgo? ¿O, a la inversa, cómo es que pueden permitirse tanta intolerancia hacia el grupo o el liderazgo contrarios, con independencia de cualquier contexto, duda o dato atenuante? ¿Dónde está la frontera que separa una sana simpatía, una legítima convicción, o un profundo compromiso, de un abominable fanatismo? ¿Y dónde la que distingue una inconformidad fundamentada, una discrepancia genuina, o una oposición válida, de una vil intransigencia?

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Hay bibliotecas enteras –de psicología, ciencias sociales, filosofía, historia, literatura– dedicadas a esas y otras preguntas por el estilo. Menciono, por no dejar, apenas a un puñado autores: George Orwell, Hannah Arendt, Barbara Tuchman, Albert O. Hirschman, Elisabeth Noelle-Neumann , Irving Janis, Leon Festinger, François Furet, Michael Walzer o Chimamanda Ngozi Adichie . La bibliografía es amplísima y bien conocida, pero aún así la experiencia directa sorprende y desconcierta. Porque una cosa es leer un artículo sobre los dilemas morales de quienes están dispuestos a “ensuciarse las manos” en aras de un hipotético bien mayor, o un estudio sobre cómo la presión de pertenecer hace que los individuos pongan su lealtad a determinado círculo por encima de la fidelidad a su propia inteligencia; y otra cosa es escuchar a alguien que uno conoce de mucho tiempo guardar ahora un asombroso silencio sobre algo que antes hubiera condenado inmediata e inequívocamente, o descubrirse a uno mismo emitiendo un juicio más con la bilis de una animosidad que con el seso de un argumento. Sorprende y desconcierta, pues, porque verlo de cerca o incluso en primera persona nos obliga a confrontar el hecho de que esas preguntas no pueden formularse nada más como si sus destinatarios fueran solo “las personas”, es decir, los otros: aquí, en nuestro fuero interno, desde donde yo escribo o desde donde tú lees, también tendríamos que saber planteárnoslas.

Traigo todo esto a colación porque en medio de la emergencia sanitaria a la conversación pública le está faltando tener más capacidad autoreflexiva. Tanto a quienes defienden al presidente a capa y espada como a quienes lo atacan sin cesar, a todos nos vendría bien eso que los abuelos llamaban un “examen de conciencia”. Y no lo digo con la esperanza de ninguna “reconciliación” o “concordia”, sé que no existen las condiciones de posibilidad para nada semejante en este momento. Lo digo, más bien, porque no recuerdo una discusión de calidad tan ínfima, un intercambio de acusaciones tan estridente y estéril como el de las últimas semanas. No es que en los meses previos a la epidemia tuviéramos una deliberación pública de horizontes atenienses ni mucho menos. Es posible que el miedo, la angustia y la incertidumbre durante la cuarentena tampoco contribuyan. Pero lo cierto es que hemos renunciado como nunca antes a escucharnos, a dialogar con un mínimo de buena fe, a hacer críticas constructivas y contracríticas plausibles, y en lugar de todo ello hemos creado un verdadero lodazal donde todo, absolutamente todo, es susceptible de ser devorado por el insaciable apetito de la polarización y la implacable lógica la posverdad.

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Cierro remitiendo a un ejemplo: el de los reportajes publicados el viernes pasado por The Wall Street Journal , The New York Times y El País . Con ángulos y hallazgos distintos, con sus méritos o sus defectos, como conjunto no dejan lugar a dudas de que la respuesta al COVID-19 y las cifras del gobierno mexicano han quedado a deber. Al margen de preferencias o inclinaciones particulares, como ciudadanos podríamos al menos estar de acuerdo en que más allá de los mensajeros está el mensaje, en que se vale exigir más transparencia y en que tenemos derecho a saber. Pero no, preferimos desgastarnos con evasivas y victimismos, con teorías de la conspiración o de la infalibilidad de los medios internacionales, arrojando el fácil rótulo de “fake news” contra cualquier noticia que no diga lo que quisieramos oír. Nos puede ir la vida en ello, pero ni así logramos desafiar eso que Walter Lippman llamó “una peculiar inclinación a suprimir todo lo que impugne la seguridad de aquello con lo que hemos decidido aliarnos”.

Los conservadores compartieron como "nado sincronizado" la nota del New York Times | #EnSegundos

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Twitter del autor: @carlosbravoreg

Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.

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