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Un refugio para mujeres trans abre sus puertas ante la emergencia sanitaria

Tras el cierre de hoteles en la CDMX por causa del COVID-19, la activista Kenya Cuevas apuró la apertura de la Casa Hogar Paola Buenrostro, donde da albergue y apoyo a 15 mujeres trans.
dom 03 mayo 2020 07:00 AM

De un día para otro, Johana Mendoza pasó de esperar clientes en una esquina del Metro Revolución, en el centro de la Ciudad de México, a vivir 18 kilómetros al norte, junto con otras 14 mujeres trans, en un refugio ubicado a los pies del Cerro del Chiquihuite, en la alcaldía Gustavo A. Madero.

Una habitación de hotel era su lugar de trabajo y su hogar, hasta que el 1 de abril el gobierno capitalino ordenó el cierre de todos los servicios de hospedaje como medida para reducir el riesgo de contagios de COVID-19.

“Nos sacaron de los hoteles, yo estaba trabajando de sexoservidora y encontré en la calle a Kenya y me dijo que tenía un refugio”, cuenta Johana, una mujer de 21 años que entró al trabajo sexual cuando solo tenía 14 y vivía en su natal Honduras.

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El refugio que la activista Kenya Cuevas pensaba abrir hasta dentro de un año, en un edificio habilitado por el Gobierno de la CDMX, con ayuda de donaciones fue acondicionado en apenas una semana para poder comenzar a recibir a mujeres transexuales durante la actual cuarentena.

“Se cierran hoteles, se cierran pensiones, a estas mujeres las expulsan a la calle. También el mismo trabajo sexual disminuye por la cuarentena, los mismos clientes les piden tener contacto hasta después”, dice Kenya, fundadora de la asociación Casa de las Muñecas Tiresias, en entrevista con Expansión Política.

“Estas mujeres no tienen ingresos, no tienen casa y se ven vulnerables, porque es un sector socialmente discriminado y violentado”, subraya.

Casa Hogar Paola Buenrostro
La Casa Hogar Paola Buenrostro fue nombrada así en memoria de la víctima del primer transfeminicidio reconocido en la capital del país.

La activista señala que el apoyo que el gobierno capitalino da a este sector de la población, que asciende a 1,000 pesos, ha sido insuficiente para las trabajadoras sexuales.

“No estamos cubriendo todas las necesidades, principalmente la de vivienda. Recuerdo cuando vinieron los migrantes en la caravana. Pusieron un dispositivo cañón de seguridad: carpas impresionantes, médicos, comedores móviles”, dice.

“Eso no lo pudieron activar ahora con la contingencia para esta población tan vulnerable”, critica.

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La Casa Hogar Paola Buenrostro —nombrada en memoria de quien fue la víctima del primer transfeminicidio reconocido en la capital— es un inmueble con fachada de cristal y paredes blancas, que poco a poco ha sido equipado con un pequeño refrigerador, dos estufas, literas, mesas y sillas.

Sin importar su país de origen o su pasado, las mujeres del refugio comparten tareas de limpieza, bromas, comida, discusiones, películas y también sus sueños sobre el futuro.

En las pequeñas habitaciones se cambian de ropa juntas, intercambian consejos de maquillaje y duermen. Entre ellas se llaman “hermana” una a la otra.

Mujeres trans limpian albergue
En el refugio, las mujeres comparten espacios y también las tareas para mantener limpio el lugar.

Aunque tuvo que abrir las puertas del lugar a marchas forzadas, para Kenya el propósito del refugio va más allá de alojar durante unas semanas a estas mujeres, mientras reabren los hoteles.

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Durante los primeros tres meses de su estadía, se busca que se ajusten a una rutina, comiencen a estudiar e identifiquen sus problemas emocionales. Después empiezan a adquirir más responsabilidades, hasta que a los seis meses se trata de que consigan un empleo con ayuda de la Secretaría de Trabajo capitalina.

La idea es que por seis meses más sigan viviendo en la casa hogar, donde puedan tener alimentación y alojamiento y, mientras tanto, sus sueldos sean depositados en una cuenta de ahorro. El plan es que al cumplir un año se les entreguen esos ahorros para que, con el aval del refugio, puedan pagar el depósito y la renta de un departamento y vivir de forma independiente.

Como parte de ese proceso para construir una nueva vida, cada una de las mujeres anotó en un trozo de papel aquellos aspectos que quiere dejar en el pasado, para después enterrarlo bajo un árbol en el cerro como un símbolo de renacimiento.

Kenya, quien también ha sido trabajadora sexual, afirma que la diferencia entre la atención que ella brinda en la casa hogar con la que dan las instituciones de gobierno es que ella puede comprender las experiencias y los dolores de las mujeres trans.

“¿Cómo le regresas los sueños que dejaron tirados en el camino por convertirse en personas trans? Esa persona que de niña quería ser doctora, o que quería ser arquitecta o mecánica, lo dejan de soñar”, dice.

En todos lados encuentras violencia; entonces, abandonas tus sueños para ir construyendo tu identidad a bola de trancazos”.
Kenya Cuevas, activista

Kenya Cuevas
Kenya Cuevas es una activista a favor de los derechos de la población trans. Cuevas ha llevado casos ante la Comisión de Derechos Humanos de la capital del país.

María apenas lleva una semana en el refugio y ya encontró su lugar favorito: la librería. Entre los montones de libros donados que se apilan en el piso ha encontrado una pasión por la psicología y la historia. Su acento argentino se pierde entre los años que ha vivido en México y en España.

“Soy bailarina, me he dedicado muchos años a la noche (…) Llevo aquí una semana y he visto que sí tienen esos ánimos de prosperar, de salir a la calle y decir: ‘Tengo un título, puedo seguir trabajando o estudiando’”, cuenta.

Al salir del refugio espera poder ganarse la vida en nutrición, psicología o belleza.

Aunque el refugio recibe apoyo de la Secretaría de Inclusión y Bienestar Social (Sibiso) del gobierno capitalino —con raciones de comida diaria—, el resto de sus necesidades se sostiene con donaciones y los recursos de Kenya.

Para Scarlett Vargas Gutiérrez, la epidemia de COVID-19 que dejó a estas mujeres en la calle es una oportunidad, igual que cuando ella conoció a Kenya, quien la apoyó mientras sufría una grave fibrosis que la tenía hospitalizada. A raíz de eso dio un giro a su vida y desde hace dos años trabaja como voluntaria en la asociación.

“Si no hubiera pasado esto, ellas estarían todavía en la calle. Se están arriesgando a que las maten, a que las golpeen, y no le echo la culpa al COVID-19, pero sí sirvió para que ellas se alejaran”, considera.

Después de cinco años en el Reclusorio Norte por un robo que no recuerda haber cometido, de una adicción a la cocaína en forma de piedra, y de dormir y comer en las calles, Scarlett ha encontrado en el refugio un propósito.

“Le prometí a Dios que, si él me salvaba, yo iba a ayudar a las personas que lo necesitaran. Es tan bonito ayudar a la gente que no necesito que me paguen”, asegura.

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